La imagen que ilustra este artículo es una captura de pantalla de elpais.com. Es la página de un artículo sobre algo relacionado con la crisis sanitaria del 2020 pero, como puedes comprobar, hay menos de cuatro líneas de texto en medio de una avalancha de anuncios. Incapaces de aprender ninguna lección de lo ocurrido en los últimos 20 años, los medios de comunicación siguen lanzados a una espiral suicida.
Una de las primeras cosas que aprendí cuando empecé a trabajar como escritor y periodista, a mediados de los 90, es que la prensa no vive de las ventas de su publicación. Esos 3, 4 ó 9 € que pagas por una revista o un periódico no cubren, ni de lejos, los costes de producción y funcionamiento de la editorial que la saca adelante. La prensa, en un modelo de negocio que se desarrolló en el S.XX, constituye el nexo de unión de un extraño triángulo de amor-odio, formado por el público, los anunciantes y ellos mismos.
Cuando alguien lanza una revista como, digamos, Wired, es porque alguien ha identificado un conjunto de contenidos que pueden interesar a un público determinado. En el caso de Wired, gente que quiere estar al día del impacto que tiene la tecnología en la vida diaria. Pero con un perfil alto, ya que lo que Wired trata de analizar es la forma en que dicha tecnología afecta a cosas como la política, la economía, el modo de vida o la cultura. Si echas un vistazo a sus contenidos, verás que en general son fascinantes.
Tú piensas que lo importante de una revista es que identifique a los lectores interesados en esos temas, para que éstos quieran comprar el ejemplar que cada semana, mes o quincena, llega al kiosco, en su versión tradicional en la calle o en la más moderna a través de plataformas tecnológicas como Zinio, Orbyt o Joomag. Pero no es así. Lo importante es que, al identificar a ese lector, las editoriales hacen un perfil demográfico del mismo. Ese perfil demográfico esboza un «prototipo» de lector ideal, al que se puede dirigir una publicidad segmentada. Y ahí es donde está el negocio de verdad, en vender páginas o anuncios a las empresas que quieren hacerte llegar sus productos.
El problema es que, con la llegada de los medios digitales a finales del siglo pasado, el negocio se fue abajo por diversas razones. Una revista o un periódico requieren un esfuerzo y una inversión en imprenta y distribución brutales, que la distribución electrónica no tiene. Una vez maquetada la noticia, no hay que imprimir miles de ejemplares, si quieres que la lean igual número de personas, ni hay que mandarla al quiosco de la esquina, sea donde sea que vivas. Cuando los editores de prensa tradicional vieron esto, se frotaron las manos y dijeron: «genial, nos quitamos los costes de impresión a cambio de poner una página Web y damos el contenido gratis. Como tendremos millones de lectores, podremos subir las tarifas de publicidad y seguir ganando dinero de forma indecente».
Lo que no tuvieron en cuenta es que si para ellos era barato poner en marcha una página Web, también lo era para cualquiera que quisiera intentarlo. En consecuencia, la tarta de la publicidad no se repartía entre el mismo número de actores, sino entre un tsunami de nuevos actores. Todo el que pudiera poner en marcha un sistema de gestión de contenidos con Joomla o las primeras versiones de WordPress podía lanzar su propia revista electrónica, ofreciendo artículos de interés a segmentos de población más y más especializados, lo que habría sido imposible con los costes de impresión y distribución del modelo anterior.
La reacción de la prensa fue indignarse y exigir la quema en la hoguera pública de los «bloggers» y advenedizos que no respetaban los sagrados ritos del periodismo tradicional. El New York Times o El País sí que son periódicos y no la basura del Huffington Post. Vamos, hombre. Lo que pasa es que, sin darse cuenta, en esos años de transición se fue consolidando también la decadencia del periodismo tradicional.
En los 90 ya no quedaban muchas figuras del periodismo como Walter Cronkite, Mike Wallace, o Jesús Hermida en nuestro país, cuyos nombres pudieras asociar a integridad y veracidad de la información. Personajillos de toda calaña empezaron a salpicar las pantallas de televisión y los periódicos con lo que mi amigo Marcos llama muy bien «información opinada», en la que se eliminan aquellos datos que molestan al mensaje y se presenta un sesgo, no la información original. Cuando el lector puede elegir y la calidad ya no forma parte de la oferta de medios tradicionales, ¿por qué no va a irse a aquel que le cuente lo que le interese oír?
Ante la fuga de lectores y la pérdida de anunciantes, la solución de la prensa fue aumentar la presión: como no podemos cobrar tanto como antes por los anuncios, ¡PONGAMOS MÁS ANUNCIOS! El resultado es eso que ves en la introducción; páginas llenas de imágenes, vídeos, ventanas emergentes, capas y animaciones que se interponen entre tú y el artículo que intentas leer. Recuerda que su negocio no es hacerte llegar información, sino picar tu curiosidad con «algo» de información (mejor cuanto más fanatizada, morbosa y parcial sea), para colocarte delante el anuncio de la empresa que es su auténtico cliente. A ti, que te parta un rayo.
No han aprendido nada. Podrás decir lo que quieras de Facebook, que a mí también me parece lamentable, pero han sabido desarrollar un formato de publicidad poco intrusivo y tienen muy claro que no quieren que el usuario se vaya de su página a otro sitio, que es lo que consigues cuando le aplastas con publicidad repetitiva, como hace El País.
En los últimos tiempos estamos viendo cómo se nos mete cada vez más otro formato de publicidad-basura: los anuncios de vídeo de pocos segundos. Estás viendo el vídeo que te interesa sobre gatitos, ebanistería con torno eléctrico o supervivencia en el Caribe y te salta una y otra vez un puñetero anuncio de 10 segundos, imposible de saltar, para contarte las maravillas de un seguro de accidentes de hogar o la última colección de sartenes milagrosas.
El usuario reacciona con filtros anti-SPAM y la reacción de la prensa es imponer más publicidad. El usuario se va a otra página y la solución es otra ventana emergente advirtiéndote de toda la publicidad que te pierdes si te vas.
Yo dejé de escribir en revistas y me centré en los libros porque quiero escribir cosas que ayuden al lector, pero también porque busco un lector que aprecie el trabajo que hago. Yo pago por un libro bien escrito, un periódico bien escrito o una revista bien escrita. Incluso pago por un documental bien hecho. No acepto tener que suscribirme a seis plataformas de vídeo bajo demanda, pero eso es ya una cuestión de formato, oferta y demanda.
Dime si no has soltado unas cuantas burradas en los últimos meses, cada vez que te aparece uno de esos vídeos o cada vez que un sitio Web te exige que quites el filtro anti-SPAM como requisito para mostrarte el artículo completo… y la avalancha de publicidad invasiva.
En mi libro Disrupción comentaba el impacto que tienen la innovación tecnológica en el mercado de trabajo, pero no es Internet la que ha matado al periodismo o la prensa tradicional. Una tras otra cierran revistas y cabeceras, pero no por los bloggers o la competencia de Twitter, sino por la estupidez de unos medios incapaces de renovar su modelo de negocio. Cualquier medio tradicional cuida más su publicidad institucional, esa que le pone el gobierno de turno a cambio de que le haga la pelota indecentemente, que el interés de los lectores. Pero eso TAMPOCO va a impedir que nos vayamos a otra página.
El problema tampoco es la publicidad, como dicen con esa irritante frase de «a nadie le gusta la publicidad». Noooo… hombre, no. Lo que no nos gusta es la publicidad-basura. No me importa que me hagan llegar un anuncio de algo que me puede interesar. UNO. No una pantalla abarrotada de ellos, que me impide leer el artículo o el vídeo que estaba mirando.
Esta gente no aprende.