Si hay algo que me tiene frito hace meses (y años) es la duda de si puedo escribir sobre temas de actualidad y conflicto social con mi nombre. Quiero decir, ¿podemos tener y compartir una opinión con libertad, sin riesgo de que nuestra imagen, nuestro trabajo e incluso nuestra persona se vean amenazados? ¿Por qué me voy a arriesgar a una oleada de comentarios de odio si se me ocurre criticar en público a cualquier hiena de las que ocupan el espectro político actual?
Coge cualquier noticia de las que aparecen en un periódico de tirada nacional y que trate alguno de los temas de actualidad. En la zona de comentarios que van dejando los lectores seguro que encuentras algún debate airado que termina con insultos de todo tipo al segundo intercambio de opiniones discrepantes.
Cuando hace años teníamos tablones de mensajería en las BBS y no Internet, había una situación que se llamaba «Reductio ad Hitlerum«: si una disputa se alargaba lo suficiente, la probabilidad de que una de las dos partes (o las dos) terminase llamando «nazi» o «fascista» a la otra, tendía a 1 (total). En realidad las falacia es muy anterior a las redes sociales y los boletines electrónicos, pero lo interesante es que muchos moderadores tenían la regla de que el primero que acusase al otro de esta forma, perdía la discusión automáticamente y se le silenciaba.
Dicho lisa y llanamente, nos hemos vuelto gilipollas y se ha desarrollado una hiper-sensibilidad social para adjudicar una connotación negativa a toda opinión discrepante y una habilidad innata para anular el discurso impopular mediante la demonización del contrario con etiquetas simplonas. Hemos llegado a un punto en que el daño no está en los hechos, sino en la intención que el que escucha quiere dar a lo que oye, en contra de un principio del Derecho (y del sentido común) que establece que sin intención no hay culpa.
Eric Allie es un humorista gráfico estadounidense cuya lectura te recomiendo sin reservas. Es mordaz, incisivo, dinámico y con un sentido del humor estupendo, en la mejor tradición de la caricatura política anglosajona. Eric resumió esta situación de paranoia social en una viñeta en la que una persona grita todos los insultos que se le ocurren, mientras mira a su interlocutor, como si estuviera en un debate. En la última imagen vemos que en realidad está pasando un test psicológico y que lo que mira son manchas de Rorschach, una prueba diseñada para hacer aflorar los propios miedos e inseguridades del sujeto. Cuando alguien grita «fascista», lo que hace casi con toda seguridad es revelar que él mismo es un fascista de la peor especie.
Esto encajaría con las paradojas que vemos a menudo a nuestro alrededor, situaciones en la que aquellos que exigen que se silencie y aparte de la sociedad a los que piensan de forma distinta, se presentan como víctimas y acusan a todo el que no acata su imposición sin rechistar de «fascistas».
Pero el nivel máximo de perversión social se produce cuando una parte de la propia población asume el dogma oficial y se convierte en una policía política, que acosa al contrario; cuando la discrepancia ya no es posible, porque se persigue y demoniza al que opina de forma distinta. El ataque furibundo que se produce en cualquier red social cuando a alguien se le ocurre decir algo un poco alejado del dogma es terrorífico, porque ya no vale debatir e incluso discutir de una forma más o menos acalorada para ver quién tiene razón. No, a la gente ya no le vale ganar el debate. Tiene que MACHACAR al contrario. Los que no piensan como yo tienen que arruinarse, hay que echarles de su trabajo, perseguirlos, darles una paliza o incluso matarles.
Si hay alguien responsable de esta situación es la chusma política que tenemos desde hace años, que ha llevado a su extremo una estrategia llamada «captura de rentas«, que consiste en crear una base de seguidores fanática que hace oídos sordos a cualquier crítica y antepone el odio al contrario por encima de cualquier otra consideración. Los de izquierdas no van a reflexionar nunca sobre los crímenes del comunismo, por mucho que sea la ideología más criminal de la historia. Los nacionalistas no van a criticar la corrupción de sus líderes, por mucho que Cataluña sea la región con mayor número de imputados. Los que votaron sí al Brexit no pueden entender a esos traidores que quieren permanecer en la Unión Europea. Y así podríamos poner ejemplos de todo el espectro ideológico en cualquier país occidental. El ODIO al contrario prevalece sobre cualquier otra cosa.
George Orwell reflejó esta conducta de forma magistral en 1984, cuando habla del «minuto de odio», que es una ceremonia diaria en la que los ciudadanos se reúnen en torno a una de las grandes pantallas comunitarias para ver durante unos minutos la imagen de Goldstein, el enemigo del estado. Un hombre anciano se dirige a la cámara y pide a los ciudadanos que sean críticos, que no se dejen engañar por el partido en el poder; denuncia que no hay guerra y que todo es una estrategia del gobierno para controlar a la población. Pero sus palabras se pierden, porque la gente ha empezado a gritar llena de odio hacia la imagen de su enemigo. Los miembros del Partido sonríen porque han conseguido su objetivo: es una base fanatizada, inasequible al diálogo y los argumentos, capaces de matar al que contradiga la verdad oficial.
Lo que me lleva a la pregunta original. En este clima social, ¿merece la pena, como escritor, tener opinión? Yo escribo de una pequeña variedad de temas. ¿Merece la pena que me arriesgue a una lluvia de odio y acusaciones en cualquier red social o en las librerías donde distribuyo mis obras por decir que éste o aquel político son unos miserables?
Hay autores muy valientes, con una capacidad dialéctica que envidio, que se arriesgan a ello. Pero normalmente viven de ese tipo de libros y su obra se beneficia de la polémica, porque esa polémica es el núcleo de su trabajo. Me viene a la cabeza Jordan Peterson, que si no lo conoces es un autor y conferenciante muy interesante. Busca sus debates por YouTube y creo que lo podrás comprobar por ti mismo.
Pero no es mi caso. No es que no sea valiente, es que no soy temerario. Mi conclusión, no sé qué te parecerá, es que hoy en día un autor debe separar su trabajo de su opinión por un simple acto de prudencia. Quizás con un pseudónimo podría hacerlo. No lo sé. Tengo una lista de trabajos para publicar tan larga, que podría pasarme los próximos 5 años sin parar de sacar cosas y no tener que tocar estos temas. Pero me pica mucho la inquietud de publicar, por ejemplo, un ensayo sobre la actualidad de la obra de Orwell. 1984 es una de las obras más vendidas, 70 años después de su publicación, y el hecho de que siga prohibida en muchos países totalitarios significa algo.
El problema es que si hacemos eso, si cada ciudadano que quiera expresar una opinión sin arriesgarse al linchamiento social tiene que recurrir al anonimato para poder hacerlo, entonces es que la sociedad en sí misma ha perdido la libertad de expresión. Porque esa libertad consiste, precisamente, en poder expresar lo que piensas sin sufrir consecuencias negativas. Si cedemos y admitimos el anonimato como única defensa, ¿no estamos dando la victoria a los fanáticos y la mugre política?
Seguirá siendo un tema al que tengo que dar vueltas en los próximos meses.